Agüita de Vida, por Carlos Caramello
Lo que la manteca y el whiskey no pueden curar, no tiene cura.
Como el tango, el whisky te llega tarde. Después de uno o dos desengaños amorosos, alguna borrachera memorable (generalmente atribuible a cócteles empalagosos y otras bebidas para nada nobles) y recién cuando te das cuenta que no se trata de un destilado sino de un lugar.
El whisky es un lugar. Un sitio donde uno puede citarse con esos amigos con los que se bebe en silencio, como en una misa pagana, rito ancestral que comprende a pocos invitados.
Después, bastante después, te llega el vínculo. Se construye, en realidad. Es ese blend o esa malta que se hermana con el momento: suma de papilas, emociones y carácter. La armoniosa simbiosis entre the drinker y su licor (uso la acepción escocesa porque me parece más redonda; más adecuada al concepto bebedor, que en castellano refiere a borracho).
Y no tiene que ver con la ecuación precio/calidad del brebaje en cuestión. Es un encuentro. Una especie de revelación. Uno toma, el calor corre garganta abajo pero, al fondo de la boca, se produce la sintaxis del sabor. Y la magia, claro. La remanida historia de la conciliación del humor y el amor.
Historia o Leyenda
Acaso resulte un tanto pretenciosa esta idea. Seguramente los haiglanders escoceses que bebían aquella mezcla fermentada de harina con agua llamada ale hace 1500 años no tenían otra intención que agregarle algo más de potencia a su cerveza (por denominarla de alguna manera). Pero a uno le gusta imaginar que el Hombre ha evolucionado del año 500 de nuestra era a estos días y que, esa evolución tiene que ver, también, con la elección y el asombro.
Tampoco está mal pensar que los monjes que, convocados por San Patricio *, llegaron desde Oriente a esa Irlanda de colinas de turba ondulantes como bellos cuerpos femeninos; campos de cebada madura como el deseo y el agua más clara del mundo en sus manantiales hayan decidido utilizar secretos procesos aprendidos en Grecia o la India para convertir aquel cereal en “agua de vida”.
De esa expresión nace la palabra whisky (o whiskey, como se escribe en Irlanda y los Estados Unidos). Proviene del gaélico escocés uisge beatha y del gaélico irlandés uisce beathadh, que, en ambos casos, se traduce como “bebida o agua de la vida”.
Y algo de eso hay. La sensación vital que inunda los sentidos cuando el primer trago ha recorrido completo el trayecto entre labios y estómago sólo puede definirse con una onomatopeya de placer. Claro, para quienes se han encontrado ya con el whisky. El resto dirá que no le gusta, que es amargo, que quema, que cómo podés tomar esa porquería… No lo entienden. No se puede amar lo que no se entiende.
* El santo que introdujo la religión cristiana en la Irlanda pagana, explicando la Santísima Trinidad por medio de una hoja de trébol.
Mozo, sirva otra copa
Hay una especie de fantasía -probablemente arraigada en una mala decisión comercial de posicionamiento-, que ubica al whisky entre las bebidas caras y sofisticadas cuando, en realidad, no lo es. El cine argentino, y luego la tv, han puesto durante años en la mano de todo niño bien y/o villano rico y poderoso, sendos habanos y tallados vasos de cristal con noble escocés y tintineantes piedras de hielo… y al pueblo bebiendo vino tinto de damajuana. Grave error. Esta exquisitez espirituosa no sólo es popular sino que de antigua data en nuestros pagos.
En 1862 la aduana de Buenos Aires registra el ingreso de 36.000 litros de whisky provenientes del Reino Unido. Pero tuvo que pasar un cuarto de siglo para que cuatro marcas extranjeras registren en el censo: tres escocesas y una de Irlanda. Los que saben dicen que la producción de whisky en Argentina empieza en 1894. En marzo de 1899 se instala Hiram Walker y en 1902 Buchanan´s abre una oficina en Buenos Aires para la marca White Horse. Johnnie Walker llega en 1908 y en 1909 Chivas Regal. A partir de 1930, la importación, ya regulada con impuestos, comienza a ser muy intensa.
En la década del ´40, distintas marcas de whisky escocés traen sus maltas para mezclarlas con destilados argentinos. Así conocemos primero el Old Smugler (Viejo Contrabandista… no no, nada que ver con Macri), el Royal Command, el Robert Brown´s, el Premiun, el Breeders Choice; el Nicholson, el Blenders Pride y cuando terminaba el siglo XX, los argentinos que ya hacían cerveza artesanal, se le animaron al whisky.
Ahí aparecieron La Alazana, el primer single malt totalmente nacional (del cual, hoy, hay dos barricas añejándose en la Antártida) nacido en Lago Puelo; Madoc, de Bariloche, creado por la imaginería de Pablo Tognetti, un egresado del Balseiro; el EM&C, de los hermanos Mignone, producido en la zona rural de Luján, provincia de Buenos Aires; el Barricada, en sus versiones 43 y 51; La Orden del Libertador; El Buscador Obstinado, Elders, The Williams Casanegra, etc. etc. etc.
La lista puede volverse eterna y aburrida. Y si algo seguro tiene el buen whisky es que no aburre. Lo digo desde la experiencia personal.
Lo bueno es que, sin ser una bebida extendida como lo es el gin por estos días, el whisky sigue siendo refugio para un pequeño mundo de devotos que tienen sus bares, sus barras particulares y hasta Museo que vale la pena visitar ya que se trata de la colección privada de botellas de whisky más grande del mundo que haya sido abierta al público. Y, además, porque la entrada para conocerla es tomarse un escocés en la barra.
Yo, por las dudas, mientras escribo esta nota, dejo a mis amigos el mismo ruego que el viejo San Patricio que, en su lecho de muerte, pidió a quienes le rodeaban que brindaran por su viaje al cielo con “una pequeña gota de whisky”… para aliviar su dolor.
Carlos Caramello